El falsificador (II)
Manolo hacía todos los papeles; pasaportes, carnets, cualquier documento. Tenías que haberlo visto en aquella trastienda de Vitry, rematando a plumilla cada sello, cada visado, como un miniaturista flamento del XVI. Se lo pasaba bien, además. Le gustaba aquella perfección con la tinta y los sellos. En lo suyo era mucho más que un falsificador. Un virtuoso. Nunca, fíjate bien, nunca pillaron un pasaporte o un DNI falsificado por Manolo. Ni un error, ni un defecto. Eran auténticos, Richy, indistinguibles de los que salían de la Puerta del Sol. Si hubiera justicia en este mundo, deberían estar en un lugar de lujo en los museos de arte contemporáneo: son la verdadera obra maestra de la estética del siglo XX. Mentiras verdaderas. (...) Mala leyenda, Manolo, que está en media docena de relatos de esos años, siempre sin nombre, siempre sólo una sombra legendaria a la que todos rinden un raro respeto reverente, porque la vida de todos ellos pasó por sus manos, por sus sellos de caucho y su trabajo con la lupa y la plumilla, durante horas a la luz del flexo, miniaturista de paciencia infinita que sabe que no tiene en juego su nombre en la posteridad y los manuales, que lo que tiene en juego es el arresto de otro, el interrogatorio y la tortura de otro, los años interminables de cárcel o muerte en comisaría o puede que en el paredón y que no hay rectificación posible cuando uno se juega, ante la mesa, el destino y el dolor de los demás. Manolo; bueno, de verdad, vete a saber cómo diablos se llamaba (...) ¿Qué podía significar un nombre para aquel inventor de identidades?.
Gabriel Albiac. Últimas voluntades.
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